Porrusalda

Páginas arrancadas del diario de un reptil (14)

De vez en cuando pensaba en ir a buscar a Leonard a la universidad, se me antojaba una posiblidad bastante probable, que son mis posibilidades favoritas, aunque no siempre. Lo último que sabía de él era que lo habían despedido de su ultimo trabajo – vigilante nocturno en un parking -, y que esperaba a cobrar una indemnización, según me dijo Lis. De todos modos no era más que producto de su imaginación, hablo de Leonard, como supe más tarde no había ningún indicio de que fueran a indemnizarle de ninguna de las maneras, era único montándose películas. Quien más quien menos lo hace de vez en cuando pero los suyo era espectacular, algo fuera de lo común.

De modo que supuse que habría vuelto a su rutina en la facultad de filosofía, cuando no trabajaba podía pasarse sus buenas seis horas al día allí. Cogiendo apuntes, paseando, cogiendo apuntes con la cerveza en la mano, leyendo. Lo cojonudo es que no estaba matriculado, era básicamente un quinqui, pero aquello le gustaba, era lo suyo. Mientras tanto intercalaba trabajos absurdos uno detrás de otro, normalmente no le duraban más de quince días. En eso sí que era constante, no fallaba. Desde que lo conocí había sido pizzero, mozo de almacen en la SEAT, panadero, mozo de almacén en Fagor, modelo de boddy painting, encuestador, encargado de una tienda de tatuajes y repartidor de publicidad. Yo también había sido repartidor de publicidad y nos gustaba comentar anecdotas de aquellos tiempos. Mi favorita era una en la que un día de mucho frío, una chavalilla de diceisiete que vivía en un primero le invito a entrar mientras buzoneaba en un portal.

Sus padres ya se habían ido a trabajar, ¿sabes? Serían las diez de la mañana. Ella se había quedado diciendoles que estaba enferma… ya lo creo que no lo estaba. Dijo que me invitaba a desayunar, que tomar algo caliente me iría bien, vaya si fué bien… nos sentamos en la cocina y a los cinco minutos estaba bajandole el pijama allí mismo, joder, era tan bonita… se sentó sobre mí, empezo a follarme… ¡Dios santo! Acabé jodiendola en la cama de sus padres. Una semana después llame a la casa para volver a verla, pero nadie contestó.

Entraba en frenesí cada vez que la contaba, menudo cabrón. Era bueno contando historias, y con aquella en particular conseguía ponerme caliente de verdad. Entre las mías su favorita era aquella en la que la jefa me pregunto: Vamos a ver lagarto, que haces aquí, ¿realmente quieres trabajar? A lo que me hubiera gustado responder: La verdad es que con jefes bipolares las ganas aumentan, pero no lo suficiente. Estaba como un silbo, era de ley que alguien se lo dijera algún día. Pero me trabé. Me quede mirándola como un gilipollas. Leonard se descojonaba cada vez que la contaba, sobre todo cuando yo intentaba reproducir la cara que se me quedó aquel día.

Lo sé, no hay color entre su historia y la mía.


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