Después de un rato buceando a través de cestos de mimbre cargados de saldos, entre viejas colecciones de Agatha Christie y best-sellers ochenteros encontré una novela de Boris Vian, El arrancacorazones, lo que al momento identifiqué como el mejor de los presagios, ¡Qué felicidad! Sentí mi ánimo suavizarse, escapar del torbellino que se abría en mi horizonte. Esta efervescencia, mágica y sensual, hizo que me inclinara por un vino espumoso para celebrar la buena nueva. Al descorchar la botella de Lambrusco y mientras todas aquellas burbujitas se deslizaban por mi garganta, ya en el parque, me acordé de la parábola china sobre la que escribió Hesse y pensé en las moléculas de agua atrapadas en el vidrio, en las que poblaban mi cuerpo y mi sangre, todas ellas con la misma edad del universo… me sentí dichoso y en paz.
Por desgracia estos momentos de beatitud no tardan en desvanecerse, y si bien la lectura acompañaba el humor inicial comencé a padecer el primer inconveniente de mi nueva vida: el sol caía de plano y no podía mantener fresco el bebercio. El Lambrusco, cada vez más caliente, resultaba un castigo incluso para un paladar flexible como el mío, aquello era insoportable. Ahí estaba, sin pasado ni futuro, como una lagartija pegada a la pared, sudando las páginas del libro, de cuyo embrujo me alejaba cada vez más. Me sentí triste y abandonado. En la puta calle. Estos cambios de humor van a matarme algún día, mascullé, odiándome un poquito por haberme apartado tan pronto de la buena línea. Busqué en la mochila, entre mis papeles, deje a Vian a un lado y tomé uno de ellos, repasé algo que había escrito poco antes de morir Rusconi:
“… a veces puedo borrar las nubes con un dedo, otras me siento el punto donde el mundo se desploma y muere. Es lo mismo y no es lo mismo, es la vida que nos pasa por encima. Me pregunto cuantas horas tendré que suicidar, cuantos días necesitaré para dejar de pillarme los dedos en los viejos mecanismos. No tenemos más respuestas, agotamos las excusas; a veces todo sobra y seguramente sea lo mismo que echaremos en falta.”
Recordé lo que sentí al escribir aquel día, lo que sentía antes y después de haberlo escrito. No era muy distinto de los palpitos que ahora se revolvían en mí, agitándose en círculos imperfectos. Me puse tan serio que no pude evitar sentirme imbécil perdido. La parábola china, la parábola china…
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